En el mundo real, si quiero, presto los libros que compro a mis amigos (con fecha de vuelta) o, los regalo, los subrayo, los anoto, los mancho accidentalmente… hago lo que quiero porque para eso los he comprado y son míos.
No ocurre lo mismo con los contenidos digitales.
Al adquirir un producto digital, obtengo unos derechos diferentes de los que se aplican a los artículos físicos.
Principalmente, dos:
Cuando adquiero un contenido digital, como norma general, no me convierto en su propietaria, no puedo copiarlo para mi propio uso, no puedo venderlo, no puedo dejarlo en herencia, no puedo regalarlo, no puedo prestarlo, ni puedo acceder a él desde todos mis dispositivos. Obtengo una licencia de uso único, aunque hay algunas excepciones; iTunes Store de Apple, Google Play Music o plataformas de contenidos digitales como Lektu.
Cuando adquiero un contenido digital (descargo una canción online o compro un eBook) renuncio al derecho a desistir dentro de un plazo determinado, porque, aunque así lo haga, podré seguir utilizándolo. Así que, la tienda online deberá poner a mi disposición un formulario normalizado en el que, se me informe acerca de la imposibilidad de devolverlo para que lo cumplimente antes de iniciar la descarga, aceptando que renuncio a su restitución. Después deberán acusarme recibo mediante, por ejemplo, un correo electrónico.
Me gusta la música y me gustan los libros, y, los compro, sea en formato físico o digital. Por eso, no entiendo porqué debo de dejar de compartirlos (en el formato que sea) con personas de mi confianza e intercambiar experiencias frecuentemente, divertidas y placenteras. Es evidente que hay quienes identifican Internet con una barra libre, pero, también hay quienes están dispuestos a pagar (incluso un poquito más, si realmente se adquiriera el contenido digital) a los autores por sus obras tal y como sucede en el mundo real. Esto significa que también deberíamos poder seguir compartiendo entre particulares tal y como se ha hecho toda la vida, sin que la industria abuse mediante el uso de sistemas de gestión de derechos digitales (códigos DRM que no evitan que el contenido sea copiado sin permiso) que no hacen más que hartar al que paga por los contenidos, sin impedir copias fraudulentas, en un intento inútil de poner puertas al campo.