Hace unos días tuvimos ocasión de participar en un foro acerca del impacto en las administraciones de las nuevas leyes, la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas; y la Ley 40/2015, de 1 de octubre, del Régimen Jurídico del Sector Público. La protesta era unánime: no es posible cumplir en plazo, se debería haber dejado un margen más amplio, el legislador no ha tenido en cuenta que aún no estamos preparados, etc.
Desde nuestro punto de vista, estas protestas están injustificadas, en la medida en la que, al menos desde el 22 de junio de 2007, las Administraciones Públicas deberíamos haber ido adoptando de manera fluida el cambio de paradigma legislativo, y en un alto porcentaje no lo hemos hecho. El legislador nos ha concedido un margen de nueve años, durante los cuales se han promulgado más y más normas que sistemáticamente hemos ignorado, confiando en la perennidad del cómodo recurso a la Ley 30/92, un territorio misericordioso por bien conocido. Hemos desoído las hojas de ruta de la Agenda Digital para Europa y para España. Ni siquiera nos hemos tomado la molestia de echar un vistazo a lo que sucedía en la sociedad: ¿acaso nadie ha descargado apps en sus dispositivos móviles? ¿Nadie ha reservado restaurante o ha pagado la O.R.A. a través de ellas? ¿Nadie ha visto cómo se desarrollaban proyectos de Smart Cities? ¿Nadie ha pensado que tales proyectos estaban tan sujetos a derecho como cualquier otro?
Es cierto que la Ley 11/2007, de 22 de junio, de Acceso Electrónico de los Ciudadanos a los Servicios Públicos se quedaba corta, muy corta: no se atrevía a destituir a la sagrada Ley 30/92, no establecía un procedimiento sancionador, dejaba un amplio margen potestativo, no obligaba a comunicar sus derechos a la ciudadanía. Pero era una ley, y las leyes se promulgan para ser cumplidas. Si no lo hemos hecho – como no lo hemos hecho con el Esquema Nacional de Seguridad, el Esquema Nacional de Interoperabilidad, las Normas Técnicas que lo desarrollan, la legislación sobre reutilización de información, sobre transparencia, sobre los nuevos medios de identificación y firma electrónica, sobre impulso de la sociedad de la información, sobre una protección de datos renovada, sobre modernización del Judicial, y tantas otras – la solución no es llorar, lamentarse ni pedir moratorias. Hemos tenido nueve años y las señales eran claras. ¿Quién no ha tomado café en un mentidero, en el que se rumoreaba que las nuevas leyes estaban a punto de aterrizar? ¿Quién no ha tenido en la mano sus anteproyectos?
El lobo ha llegado. Parafraseando a Max Weber, podemos dar la espalda y permitir que nos devore; pero no creemos que sea la respuesta correcta. No tenemos mucho tiempo, y el consuelo de la Ley 30/92 ya no está para sacarnos del apuro. Plantemos cara, estudiemos, trabajemos duro. Si no lo hacemos así, el futuro, al que durante tantos años hemos despreciado, caerá sobre nosotros y no podremos rendirle cuentas. Ni a él, ni a la sociedad a la que servimos, ni a nosotros mismos.