Es una evidencia que los ciclos de vida de los productos y servicios son cada vez más cortos. Tan pronto como nos resulta familiar el término 3G comenzamos a oír hablar de 4G. Para las empresas e instituciones lo anterior conlleva la necesidad constante de innovación para no ser eliminados del mercado o sector de actividad. Cada vez cobra más importancia no tanto gestionar las operaciones habituales del negocio (explotación), sino gestionar la “exploración”, entendida ésta como la innovación, ya sea en producto, servicio, estrategia de marketing, etc. La exploración, es decir los esfuerzos temporales llevados a cabo para crear nuevos servicios y/o productos, son evidentemente proyectos, en contraposición a las operaciones repetitivas.
Incluso la necesidad de ser más eficientes en cuanto a tiempos de producción, procesos, procedimientos, plazos de entrega de productos y/o plazos de resolución de cualquier tipo de problema, es decir en general mejorar cualquier tipo de operación interna requiere también del abordaje por medio de proyectos. Ni siquiera hablamos ahora de “saltos” en relación al mercado o al producto/servicio, sino del simple hecho de mejorar rutinas internas de la organización.
Hoy en día la mayoría de las organizaciones –ya se trate de empresas u otro tipo de instituciones sin ánimo de lucro– ha desarrollado un Plan Estratégico. Es un hecho innegable que la mayoría que la mayoría de ellas crean planes bien estructurados, con los objetivos perfectamente definidos y las estrategias para lograrlos bien perfiladas. Pero no es menos cierto que hay muy pocas organizaciones que despliegan correctamente la estrategia, que son capaces de implementar aquello que brillantemente habían definido a través de un proceso sistemático y bien conocido. También este despliegue, la puesta en valor del Plan Estratégico de la organización se lleva a cabo mediante proyectos.
La idea de proyecto nos sitúa en un escenario en el que las operaciones repetitivas – en cualquier ámbito, tanto del profesional como del personal – son cada vez más cortas. Hemos escuchado muchas veces el latiguillo de que “lo único que permanece constante es el cambio”. Pues bien, es el concepto de DIRECCIÓN DE PROYECTOS el que –metafóricamente– “recoge” esta realidad, esta necesidad de cambiar, pero haciéndolo de forma científica, sistemática, aplicando no solo el sentido común, sino todo un cuerpo de conocimiento que se ha mostrado eficaz a lo largo de muchos años y en proyectos de todo tipo.
Nuestros sistemas de Educación se están focalizando cada más en la adquisición COMPETENCIAS, en contraposición a los saberes. No se trata ya de saber “muchas cosas”, sino de saber aplicarlas en entornos determinados y con actitudes adecuadas. Y una de las competencias básicas es la COMPETENCIA EN APRENDER A APRENDER. Se trata –desde un punto de vista individual– de ser competentes y eficientes en interiorizar –de forma constante– nuevas ideas y conceptos y aplicarlos a lo largo de nuestra vida. Es ya una realidad que las largas carreras profesionales basadas en la ejecución repetitiva de las mismas rutinas –por muy complicadas que éstas sean– están desapareciendo. De ahí la necesidad de ser competentes en la nueva realidad del cambio constante, de ser competentes en aprender a aprender.
Y si lo anterior es fundamental e imprescindible a nivel individual, digamos de práctica personal, es evidente que también lo es a nivel de institución. Y esta “competencia organizacional” en aprender a aprender, en transitar continuamente de lo repetido y conocido a lo nuevo –se materializa precisamente mediante los proyectos, tal y como lo entendemos: un esfuerzo temporal que da como resultado algo que no existía antes, algo nuevo.
¿Por qué se está tardando tanto –en una sociedad de cambio constante– en asumir la idea de que una Dirección de Proyectos profesionalizada es fundamental, a largo plazo incluso más que las operaciones repetitivas de nuestras organizaciones?